Érase una vez... (II)

A sus 16 años y 50 kilos, Maya sentía que pesaba el doble. Sus hombros parecían portar un saco de piedras cada día haciéndole comprobar con creces la gravedad. Ese peso le llevaba a arrastrar las piernas allá donde fuera. Su cabeza, tambaleada muchas veces, le daba vueltas, y a duras penas podía levantarla. Ni siquiera sus ojos, esos que habían brillado con la fuerza de dos soles, la acompañaban por aquel entonces.

Dicen que el infierno existe. Y es cierto. Existe en las mentes de todas aquellas personas que crean el suyo particular. Maya tenía uno propio. Podía estar rodeada de gente feliz, personas que sonreían sin parar, que ella se sentía sola. Podían quererla, abrazarla, mimarla, darle todo el calor del mundo,… pero ella no sentía nada más allá de la pasividad e indiferencia. Respiraba por inercia y con mucho dolor.

En el instituto había dejado de atender a los profesores, había rehusado coger cualquier mano amiga que le habían tendido para sacarla de esa locura. En casa, aunque comía obligada, intentaba poner la mejor cara que su corazón le dejaba para que su madre, la peor parada por el ataque del dragón y convertida ahora en una persona de arena que al menor roce se desmoronaba, no terminase por desquebrajarse por completo.

Maya hacía todo lo posible para que su madre, frágil y débil por el transcurrir de los días, estuviese bien. Incluso cuando se sentía atrapada entre la espada y la pared, o lo que es lo mismo entre el dragón y la mujer de arena, Maya respiraba hondo y reforzaba su coraza, haciéndola aún más dura.

Transcurrieron muchos días de soledad y muchas noches en vela. Ella sabía que tenía que salir de aquella infernal locura porque ya no se sentía sola entre un montón de gente. Ahora lo estaba literalmente. Los que anteriormente habían intentado ayudarla se habían rendido, la habían abandonado en mitad del frío. Es por ello que pensó que ahora era el momento de comenzar a arrancarse la coraza o dejársela puesta para siempre sin lamentaciones.

Un buen día, Maya decidió ir a tirar piedras a la playa. Era una de las cosas que más le gustaba hacer. Sentarse en la orilla, oír el vaivén de las olas, oler la salina, dejarse acariciar por los rayos del sol y la brisa marina eran una de las pocas cosas que le hacían sentir realmente viva. Mientras escogía qué piedras arrojar, miró de reojo a un muchacho que se le acercó silenciosamente hasta sentarse paralelo a ella, a unos metros de distancia.

El chico, que aproximadamente tendría unos 18 años, parecía un poco desaliñado. Vestía una ancha camiseta verde donde perfectamente cabían tres como él, unos vaqueros desgastados y más largos de la cuenta, y unas zapatillas con cordones de colores. A penas miró a Maya. Fijó su mirada en el mar.

Maya se sintió incómoda con la presencia de aquel desconocido. Pensó en irse, pero había algo que le pedía quedarse. “Quizás sea otra alma errante como tú, Maya”, se dijo a sí misma. Así permanecieron durante un buen rato, ella observándolo de reojo y él sin hacerle ni caso, hasta que de repente, una de las gaviotas que le sobrevolaban en aquella tarde de otoño fue a depositar uno de sus excrementos sobre el muchacho…

Ella no pudo reaccionar de otra forma que no fuese una carcajada seguida de una imparable risa que le hizo sentir dolor de barriga mientras se retorcía en la arena. El chico, con las mejillas encendidas y el ceño fruncido, se puso de pie la miró furioso y la llamó idiota, palabra que cortó cualquier atisbo de alegría en Maya. Ella, no quiso ser menos, y no pensó en otra cosa más que en tirarle una piedra, con la mala fortuna y buena puntería de darle en la cabeza abriéndole una pequeña brecha. Ahora el chico estaba con una mierda en la camiseta y una herida en la azotea.  

Al llevarse la mano a la cabeza y ver que brotaba sangre, el chico volvió a sentarse con sus brazos rodeando sus rodillas y su cabeza hundida entre ellas. Maya sabía que le había hecho daño, era más que obvio, así que como entre sus fuertes no estaba el de consolar decidió sentarse junto a él, al menos sabía no abandonar a las personas.

… Continuará

Érase una vez… (I)

Así es como comienzan todos los cuentos. El que os voy a contar, aunque no es de hadas ni transcurre en un mundo mágico lleno de flores de colores y duendes, no va a ser menos. Es un cuento que transcurre en nuestro mundo, en la vida real, aunque tomado desde un punto de vista muy particular, donde también hay dragones y brujas malas, o lo que es lo mismo problemas y más problemas. Sin embargo, también hay pociones y hechizos, o lo que podría llamarse rayos de sol, alegrías y esperanza. Así que, sin más dilaciones…

Érase una vez una niña llamada Maya que reía más que lloraba. Era pizpireta, feliz y le encantaba hacer sentir bien a todos cuanto le rodeaban. No tenía miedo a nada, ni a ogros, ni a brujas, ni a dragones por más fuego que escupieran. Siempre había soñado que su vida sería normal, sin ningún sobresalto, más o menos igual que lo que puede desear cualquier adolescente con los pies en la tierra. Soñaba con un trabajo que la realizara y le permitiera vivir sin grandes lujos, pero llegando a fin de mes; soñaba que tenía un apartamento pequeñito con un precioso jarrón rojo lleno de margaritas amarillas y unas cortinas a juego; deseaba que alguien la despertara con besos cada mañana y que la abrazara cada noche; soñaba con bonitas charlas hasta el amanecer y con los rayos de sol entrando por la ventana.

Maya sabía que no pedía nada del otro mundo y que todo eso acabaría llegando con el tiempo. Sin embargo una fatídica noche los sueños de Maya comenzaron a truncarse. Uno de los pilares de su vida, su propio padre al que tanto había estado aferrada durante todos los días de su existencia, sufrió una metamorfosis convirtiéndose en uno de los peores dragones con los que se había encontrado jamás. Maya había dejado de ser su ojito derecho, su niña, su hija. Ella, que nunca jamás había sentido en sus propias carnes lo que era el miedo, comenzó a tenerlo. Estaba aterrada, le faltaba un pedazo de su alma, una parte que jamás volvería a recuperar. Maya dejó de soñar.

Fue así como la niña, de la noche a la mañana, creció, dejó de ser pizpireta, terminándose su felicidad por completo. Se juró y perjuró que jamás volvería a pasarle algo así, que a la menor sospecha de que alguien de su alrededor pudiera convertirse en un horrible dragón o en un ogro para ella dejaría de existir para siempre. Para evitarlo, Maya se forjó una gran armadura que la protegiese de cualquier contratiempo, costase lo que costase. Comenzó a desconfiar de todo cuanto la rodeaba y no dejaba que nadie, por muy buenas intenciones que tuviera, cruzara el umbral de la peculiar tranquilidad que ella mismo se había creado. Se convirtió en una persona fría y reservada, aparentemente muy segura de sí misma pero temerosa a cada paso que daba, y así durante años le fue aparentemente bien… Lo que no sabía es que ese miedo le pesaría durante toda su vida, a veces más o a veces menos. Ese miedo acabaría pasándole facturas.

Su vida transcurría sin penas ni glorias, con un pensamiento estancado en su memoria y en su corazón: no dejar jamás que le hicieran daño. Y así fue durante mucho tiempo. Su coraza era tan impenetrable que casi se podría afirmar que dejó de sentir y disfrutar las cosas buenas que se le iban presentando. De cara a la galería era una chica normal, pero en su interior su corazón ardía de dolor y de resentimiento. Realmente dejó de pensar en los demás, en que podía hacerles daño con su comportamiento, con su actitud, con sus palabras. De hecho, a veces, fría como el mismo acero, atravesaba con puñales de letras los corazones de las personas que mejor se portaban con ella.

Es por eso por lo que por su vida pasaron muchas personas, pero tal como llegaron se fueron… A veces Maya era como la miel para las abejas, pero en el momento que la abeja se acercaba, ella se convertía en duro cemento haciendo que el insecto se chocase contra ella. Sabía que no estaba bien,  sabía que no era lo correcto, pero no le importaba.


(Continuará)