Esta carta es para ti...

Me niego a olvidarte. Para mí, sigues estando presente en cada rincón de mi vida, en cada pensamiento. Te veo sentado en el sofá de mi casa, sonriéndome sin hablar mientras mueves la pierna con tu periódico en la mano. Siento tus abrazos en los momentos malos, y tu tranquilidad en los buenos. Aún recuerdo cómo me consolabas cuando lloraba y cómo calmabas mi mal humor con un par de palabras amables cuando me enojaba, que era muy a menudo.

Tus brillantes ojillos verdes los tengo clavados en la mente, al igual que la forma en la que me pinchabas la cara con tu bigote blanquecino cuando me dabas mimos. Tu olor sigue aquí. El ruido de tus caramelos en el bolsillo de tu pantalón resuena en cada habitación. Te debo muchas cosas. De ti aprendí que hay que ser humildes, ante todo, a no alardear de lo que se tiene ante los demás y a llevar la bondad y la paciencia por delante de todo. Conmigo fuiste muy paciente, quizás más que nadie en la vida. Fuiste cómplice de mis travesuras y las historias que me contabas siempre llenaban de ilusiones y amor mi corazón. Eras (y eres) un señor de los pies a la cabeza, de esos que ya no quedan, de esos que se quitan la chaqueta si una mujer tiene frío y que lo entiende todo sin necesidad de hablar. Todo lo que pueda escribir sobre ti es bueno y poco.

Parece que fue ayer cuando me traías chuches al recreo, o me llevabas de la mano al colegio. Parece que fue ayer cuando me dijiste que cuidara de ella el resto de sus días antes de marcharte. Me diste esa misión que sigo cumpliendo con todas mis ganas con el paso del tiempo. Tengo que confesarte que hay noches en las que te hablo, deseando que allá donde estés puedas escucharme y alegrarte de lo que hago; pero no quiero que sufras cuando yo lo hago, no quiero que me veas apretar la cara contra la almohada. Te cuento todas las cosas que quiero hacer en la vida, todas mis ilusiones, y en ocasiones te pregunto cómo estás… No puedo evitar acordarme de cuando jugábamos a las palabras encadenadas o de cómo comíamos los tres helado de turrón hasta acabar con la tarrina de una sentada.

¡Qué tiempos aquellos! Parece que fue ayer… y ya hacen muchos años desde que me dejaste aquella fría noche de Navidad… Desde que cerraste tus ojos, que se fueron apagando poco a poco. Yo ya he crecido, ahora soy toda una mujer. Una mujer que se acuerda de ti cada día que pasa. Una mujer que te echa de menos en cada momento. Fuiste para mí más que un abuelo, eras un padre, eras mi yayo. Mi yayo, que tantas cosas me había aguantado y del que no me pude despedir como hubiese querido… Esta carta es para ti, yayo. Quiero que sepas que, estés dónde estés, sé que volveremos a vernos algún día, volveremos a abrazarnos y a reírnos juntos. Quiero que estés orgullosa de mí y que no te preocupes cuando me veas liarme la manta a la cabeza cuando sienta que no puedo más con los problemas, sabes que siempre he sido fuerte…y seguiré siéndolo hasta el fin de mis días. Sabes que siempre te he querido y que no te olvido por mucho que pase el tiempo, yayo. Te echo de menos. Te quiero.

Navidades es un tiempo de pasarlo en familia y con los que más quieres… Para mí es imposible no acordarme de los que me faltan, y más de mi yayo Miguel. Fue la primera gran pérdida que tuve en mi vida que, para más inri, fue en estas fechas tan señaladas…

2 comentarios:

  1. no se pueden decir más cosas, es grandioso, de verdad. Debió de ser una gran persona.

    Un beso cielo

    ResponderEliminar